¿Quién frena el cambio en México?
por Arturo Núñez Jiménez
[2 de Mayo de 2003]
A 29 meses de iniciado el autodenominado ‘gobierno del cambio’ y desarrollándose las campañas electorales para la renovación de la Cámara de Diputados Federales, el sentido y los alcances de ese mismo cambio constituyen parte esencial del debate que protagonizan las distintas fuerzas políticas del país.
Más allá del eslogan ‘quítale el freno al cambio’, la sensación de parálisis en México y la pérdida de oportunidades irrepetibles, preocupa adentro y afuera de nuestras fronteras. Sacar adelante las llamadas reformas estructurales para el desarrollo económico que se han entrampado durante la primera mitad de la administración foxista o que todavía no han sido abordadas por los congresistas, así como evitar nuevos fracasos como el del aeropuerto, son reclamo compartido tanto por los inversionistas nacionales como por los extranjeros y aún por instituciones como la Unión Europea y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).
De igual manera, la falta de avances en la denominada Reforma del Estado, orientada a introducir ajustes en el entramado institucional para garantizar la gobernabilidad en el nuevo régimen político que se construye, también ha contribuido a fortalecer la percepción generalizada de que el proceso de cambio inherente a la transición se ha detenido. Esta valoración no se limita a la suerte específica del gobierno foxista sino se halla referida asimismo a la capacidad de la democracia mexicana de producir beneficios tangibles para la comunidad nacional.
Esclarecer quién frena hoy el cambio en México, es condición necesaria de un correcto diagnóstico sobre la situación nacional, a fin de que la ciudadanía pueda tener claro qué es lo que decidirá con su voto el 6 de julio próximo. Desde luego en este artículo, por su dimensión y alcances, sólo podremos hacer una primera aproximación al tema, el cual requiere además del análisis del contexto general en el cual los casos Pemex y Amigos de Fox han sido determinantes para el encono político.
Dada la compleja gama de interrelaciones que establecen entre sí los actores políticos, que tienen que ver de hecho con todos los asuntos públicos de la nación, se ha seleccionado convencionalmente aquí como referente para el análisis de su comportamiento el que han asumido en torno a tres reformas estructurales consideradas como casos paradigmáticos del cambio: la indígena, la fiscal y la eléctrica, de las cuales las dos primeras ya han visto culminados sus respectivos procesos legislativos, en tanto el de la tercera se halla pendiente en el Senado considerado como Cámara de origen.
La reforma indígena fue planteada como el primer asunto a tratar en la agenda foxista. Con ella se buscaba simultáneamente atender las reivindicaciones de toda índole de los más de 8 millones de indígenas del país y reiniciar el diálogo con el EZLN para concluir el conflicto en Chiapas, aunque en algunos momentos pareció que sólo este segundo objetivo interesaba al Ejecutivo Federal.
Como es sabido, en el ánimo de “resolver en 15 minutos el problema de Chiapas”, el Presidente Fox lo volvió a colocar en el centro de la atención nacional y creyó que bastaba hacer suya la iniciativa de reforma constitucional formulada por la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA) desde 1996, como lo hizo, para reanudar las negociaciones con los neozapatistas. En la euforia del inicio, el mandatario pasó por alto que tanto el PRI (más propiamente, el Presidente Zedillo) como el PAN y el PVEM habían presentado con anterioridad sus respectivas iniciativas de reformas constitucionales en la materia, precisamente por no estar de acuerdo con varios de los planteamientos de la COCOPA.
Pretendiendo desentenderse del complejo debate sobre el ‘derecho indígena’, el Presidente Fox consideró que se aprobaría con premura la iniciativa que él hizo suya, por parte ni más ni menos que del primer Congreso mexicano en el cual ni el partido en el gobierno ni ningún otro tienen mayoría absoluta en ninguna de las dos Cámaras.
Es de recordar que la reforma constitucional en materia de derechos y cultura indígenas fue aprobada fundamentalmente con el voto de los legisladores panistas y priístas (que juntos suman las dos terceras partes requeridas) tanto en las cámaras federales como en la mayoría de los congresos locales en el marco del Constituyente Permanente. El PRD estuvo contradictorio, ya que si bien inicialmente aprobó la reforma a través de sus senadores, posteriormente votó en contra de ella en la Cámara de Diputados y en las legislaturas estatales.
Independientemente de que la reforma indígena aprobada finalmente no permitió cumplir el objetivo gubernamental de reanudar el diálogo con el EZLN y del debate posterior sobre sus contenidos, lo cierto es que tanto el PAN como el PRI fueron congruentes con sus posiciones iniciales, si bien en el caso de este último algunos gobernadores se opusieron y legisladores locales surgidos de sus filas votaron en contra del decreto respectivo. En todo caso, el Constituyente respondió rápidamente a la prioridad presidencial.
En esta reforma el Ejecutivo Federal manejó mal los tiempos y pareció no saber de qué se trataba en cuanto al debate sustantivo, porque a veces elogió a los legisladores por su trabajo y después se los reprochó por las opiniones desfavorables del Subcomandante Marcos; además, sus colaboradores no hicieron el trabajo de operación política que se requería. En conjunto, por sí misma y por ser la primera reforma constitucional trascendente, la indígena resultó un mal precedente para el Presidente Fox en sus relaciones con su propio partido, con la oposición priísta y con el Congreso en su conjunto.
En el caso de la reforma fiscal, que bajo el rubro de Nueva Hacienda Pública Distributiva se presentó en abril del 2001 en la Cámara de Diputados, es de destacarse que en conjunto constituía una propuesta regresiva de reformas impositivas centradas en gravar alimentos y medicinas con el Impuesto al Valor Agregado (IVA) y las prestaciones de los trabajadores con el Impuesto sobre la Renta (ISR); quitar las bases especiales de tributación para los sectores agropecuario y de transportes; y reducir la tasa del ISR en los tramos correspondientes a los altos ingresos. Los recursos que se estimaba captar con esas reformas -provenientes en mayor medida del nuevo régimen del IVA-, se destinarían al financiamiento de programas sociales prioritarios en la lucha contra la pobreza extrema.
El primer problema lo enfrentó la propuesta presidencial con el PAN, en virtud de que durante la última administración priísta hizo un ‘casus belli’ de la lucha contra el IVA. En efecto, en 1995 en medio de la crisis financiera, los panistas votaron en contra del alza de la tasa de este Impuesto del 10% al 15%, y como ésta fue aprobada por la mayoría del PRI, en distritos y entidades federativas se denunció a los legisladores de este partido “por haber atentado contra los intereses populares”. En 1997, en la nueva LVII Legislatura, como parte del mayoritario ‘bloque opositor’ constituido en la Cámara de Diputados, los panistas votaron a favor una iniciativa para reducir la tasa del IVA del 15% al 10%,medida que sólo pudo ser detenida con el voto de la mayoría priísta en el Senado de la República. Por último, en diciembre de 1998, ante la caída del precio del petróleo, el PAN rechazó la propuesta de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público de una modalidad para gravar con el IVA alimentos y medicinas, como una de las opciones que se planteó revisar para compensar la caída de los ingresos petroleros en las previsiones presupuestales para el ejercicio fiscal 1999.
Así las cosas, sin mediar cabildeo alguno con el PAN, el Presidente Fox propuso en abril del 2001 una reforma fiscal basada fundamentalmente en el IVA. De ahí que las primeras dificultades se enfrentaran con el PAN, el cual, sin embargo, en su nueva condición de partido en el poder apoyó finalmente la iniciativa presidencial, aunque ésta no pudo ser aprobada porque no alcanzó el número de votos suficiente.
Por lo que se refiere al PRI, al considerar que el apoyo al IVA le había representado un alto costo político en las elecciones de 1997 y del 2000, y no tener ya la responsabilidad de ser gobierno, rechazó la propuesta presidencial de reforma fiscal, argumentando que incluso en la situación de emergencia en 1995 sus legisladores habían sido quienes lograron que alimentos y medicinas quedaran exentos del IVA. Adicionalmente, al momento cuando se tuvo que decidir si la reforma fiscal saldría adelante -diciembre del 2001-, los priístas estaban en la víspera de la renovación de su dirigencia nacional y nadie en sus grupos parlamentarios quiso asumir el costo que representaba apoyar una reforma basada en el impopular IVA, combatido en el pasado por panistas y perredistas.
El PRD se mantuvo congruente en su rechazo al IVA, lo mismo ante el gobierno priísta que el panista. Propuso en cambio varias medidas para dar cuerpo a una reforma fiscal progresiva -que incluyó impuestos a artículos considerados como de lujo y otros de carácter proteccionista-, la cual sirvió de base para negociaciones emprendidas con el PAN para sacar adelante una ‘miscelánea fiscal ampliada’ que incrementaría los ingresos públicos para el 2002. Con el aval del Ejecutivo Federal, panistas y perredistas aprobaron una reforma fiscal sumamente controvertida que tuvo el rechazo de todos los sectores económicos y sociales afectados, si bien incluyó las modificaciones originales en materia del ISR y de fiscalización que tuvieron también el voto priísta.
Con todo, los panistas se mostraban satisfechos con la solución dada a la reforma fiscal, por cuatro razones principales: 1) era la primera vez que en un asunto de especial interés para el Presidente Fox iban de la mano con él -recordaban al respecto que no lo habían apoyado en sus pretensiones a favor de darle tribuna en la Cámara de Diputados a los voceros del EZLN y de aprobar la reforma indígena basada en la propuesta de la COCOPA-; 2) le consiguieron ingresos adicionales al Gobierno Federal, no en el monto de la reforma que consideraba al IVA, pero útiles para ampliar el margen de maniobra del Ejecutivo Federal; 3) abrían un precedente significativo para futuros entendimientos con el PRD; y 4) demostraban a los priístas que sin ellos, se podría avanzar en el cumplimiento del Programa de Gobierno.
No le duró el gusto al PAN. El 20 de febrero del 2002, el Presidente Fox anunció en Guadalajara, ante una reunión nacional de la CONCAMIN, que en uso de las facultades que le otorgaba el Código Fiscal de la Federación dejaría en suspenso varias de las reformas tributarias -señaladamente el gravamen a la alta fructosa- aprobadas por panistas y perredistas. El decreto presidencial correspondiente fue impugnado vía controversia constitucional, la cual fue resuelta en forma favorable por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, al considerar que el Ejecutivo Federal había rebasado sus facultades. Buena parte del panismo se sintió traicionado por el Presidente Fox, razonando que si juntos habían generado el problema, juntos deberían resolverlo y no en forma unilateral.
Acerca de la reforma fiscal, de nueva cuenta al Ejecutivo le falló el cabildeo ante el Congreso, como había ocurrido con la reforma indígena. Pero en este caso hubo una novedad: el Presidente quiso presionar a los legisladores apelando directamente a la opinión pública nacional a través de una campaña en los medios de comunicación social para que apoyase su propuesta, muy al estilo de lo que suele hacerse en Estados Unidos. Por la irritación que generó dicha campaña entre todos los grupos parlamentarios, a solicitud de ellos hubo que retirarla de la radio y la televisión.
Puede afirmarse que el fracaso de la reforma fiscal fue una responsabilidad compartida entre el Ejecutivo y el Legislativo, y más específicamente, entre el Presidente Fox, la Secretaría de Hacienda y el PAN, por una parte, y los legisladores del PRI por la otra. Errores en el tiempo de presentación de la propuesta y de promoción propagandística de la misma, así como falta de cabildeo con los Gobernadores de los Estados y en el Congreso por parte del Ejecutivo; confusión en la postura del PAN; y cambio de posición del PRI por el cálculo de costos políticos negativos, en conjunto echaron abajo una reforma, que si bien no era la debida, si es trascendente e indispensable para el país, gobierne quien gobierne.
La tercera reforma que sirve para responder a la pregunta ¿quién frena el cambio en México?, es la eléctrica. A diferencia de las otras dos referidas, ésta todavía no culmina su proceso legislativo en el Congreso. No obstante ello, son bien conocidas las posiciones asumidas por los actores relevantes: el Presidente Fox envió una iniciativa de reforma constitucional que busca remover obstáculos para hacer posible mayor inversión privada, nacional y extranjera, en el sector eléctrico; el PAN apoya la propuesta presidencial (es de recordarse que en las postrimerías del gobierno zedillista se opuso a esta reforma, no por la privatización en sí, sino por no estar dispuesto a pagar costos políticos después de la aprobación de la deuda Fobaproa y ante la inminencia de los comicios presidenciales del 2000).
PRI y PRD presentaron a su vez sendas iniciativas de reformas legales, que buscan impedir la apertura al capital privado propuesta por el Ejecutivo Federal, bajo el supuesto de que las empresas públicas eléctricas pueden hacerse cargo del financiamiento requerido para expandir la oferta del fluido, a condición de que se les otorgue mayor autonomía de gestión y tratamiento fiscal favorable.
Mientras que el PRD mantuvo su oposición a las privatizaciones, nuevamente se registró el cambio de posición ante una reforma estructural por parte del PAN y del PRI, en virtud de su cambio de rol como partidos en el gobierno y en la oposición, respectivamente. En el caso del PRI habría que atribuir su beligerancia contra la privatización, no sólo a su nueva condición de partido opositor, sino también al hecho de que en sus filas viene ocurriendo un ajuste de cuentas entre políticos y tecnócratas, entre nacionalistas revolucionarios y neoliberales, entre colaboracionistas y obstruccionistas ante el Gobierno, -que son tres de los ejes de las divisiones que lo crucifican internamente-, que se explica en buena medida por la pérdida de la Presidencia de la República como referente de unidad y cohesión.
También en el ámbito de la reforma eléctrica se registraron pifias presidenciales, como la representada por la expedición del nuevo Reglamento de la Ley del Servicio Público de Energía Eléctrica, que desbordaba las facultades del Ejecutivo Federal, lo cual fue reconocido también por la Suprema Corte de Justicia al resolver la controversia constitucional interpuesta por la Comisión Permanente del Congreso. En este asunto la Corte introdujo incertidumbre al ir más allá de lo controvertido y cuestionar la constitucionalidad de las reformas de 1992 a la legislación reglamentaria vigente en la materia.
En el caso de la reforma eléctrica habrá que esperar el desenlace final de la misma, seguramente hasta que inicie sus trabajos la LIX Legislatura a partir de septiembre próximo. Pero por lo visto hasta ahora, se puede aseverar que el hecho de que esté congelada es de nueva cuenta responsabilidad compartida entre el Ejecutivo y el Legislativo.
Vistas en conjunto las tres reformas analizadas, en el desenlace de la indígena y la fiscal así como la situación en la que se encuentra la eléctrica, puede concluirse sin lugar a duda alguna que el freno al cambio en México no es atribuible a sólo un actor político, sea éste el gobierno o la oposición, sino, por el contrario, es responsabilidad compartida en lo que constituye ya una mala dinámica en las relaciones del Ejecutivo con el Legislativo, a partir de fallas graves del primero y las dificultades para construir mayorías en el segundo. Con todo, en un régimen presidencial como el nuestro, en términos de grado la mayor responsabilidad es del Titular del Ejecutivo Federal por ser quien establece las prioridades en la agenda de los poderes y tiene la iniciativa en la solución de los problemas nacionales.
A la respuesta de que el cambio en México lo frenan Ejecutivo y Legislativo, es necesario agregar que las encuestas sobre preferencias ciudadanas rumbo a los comicios del 6 de julio próximo para renovar la Cámara de Diputados, coinciden en pronosticar una composición similar por grupos parlamentarios a la de la Legislatura por concluir en agosto próximo, lo que en buen romance quiere decir que nuevamente ningún partido político tendrá mayoría absoluta. Y aún suponiendo que alguna fuerza política llegue a tener esa mayoría, es necesario recordar que no cambiarán la integración del Senado y de la mayoría de los Congresos Locales, que forman parte del Constituyente Permanente responsable de cualquier reforma a la Carta Magna.
Es claro que durante mucho tiempo México no será gobernado por una fuerza política única, habida cuenta de que ni se reconstituirá la hegemonía priísta ni surgirá otra que la sustituya. Esto representa un reto a los partidos y las instituciones de la República, que necesariamente tiene que resolverse mediante el diálogo y la negociación. Las otras alternativas desembocarían en ingobernabilidad o anarquía con el consecuente riesgo de regresión en el desarrollo político nacional.
Si desde ahora sabemos que las oportunidades desperdiciadas durante los últimos dos años son un fracaso colectivo de las fuerzas políticas, y que ninguna de ellas se impondrá a las otras en julio, ¿por qué no contribuir a eliminar el clima de enrarecimiento? ¿Por qué no hacer de las campañas electorales, que apenas inician, ocasión propicia para la deliberación racional y serena en torno a los problemas nacionales? Esto es lo que debería hacerse, más que seguir manipulando acerca de quién frena el cambio en México.
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